*Cuento ganador del concurso de Fiesta de Humanidades del Tec de Monterrey, 2008.
Hoy me voy a morir. El doctor me lo do dijo, con voz de profeta y de gitano errante me encajó cuatro palabras: “Te quedan tres días”. Hoy es el tercer día. El tercer día, miércoles. Nunca había pensado en morirme en miércoles, hubiera preferido morir en sábado. A mí me gustan los sábados.
En Miércoles todos tienen cosas que hacer y una muerte pierde la solemne tristeza que se merece para convertirse en un agobiante imprevisto. Además, es día de cine y no quiero interrumpir la costumbre casi religiosa por venir a enterrar a un muerto.
Tal vez podrían congelarme, ponerme pausa, decirle a la parca cuando toque a la puerta “Vuelva otro día”. Así podría morirme y despedirme de todos como es debido, en un lindo sábado entre las 5 y 6 de la tarde, cuando el sol ya no quema y el aire que anuncia la noche barre las hojas de los árboles y los pájaros cantan en el árbol enorme que está afuera del dojo que hay frente a mi casa… Y en la tele pasan Dragon Ball y yo me acuerdo de cuando era niño… Y en la radio ponen la Obertura 1812 como lo hacen cada sábado entre las 5 y 6 de la tarde.
Pero igual me voy a morir.
Hoy me voy a morir. Me lo dijo el doctor. Como cuando dice “Tienes tos”, “Es una infección ligera”, “Tómate dos de estas tres veces al día por diez días”… Pero esta vez no era tos, ni una infección, ni algo que se cure tomándose dos de esas tres veces al día por diez días. Estoy enfermo de muerte. “Te vas a morir y te quedan tres días”… “Te quedan tres días”, cómo cuando hago una resta (“5 y me quedan tres”)… Y ese “te quedan” termina hoy.
He pensado, como es debido de los futuros muertos, en mi pasado, más por instinto que por gusto. En lo mucho que quisiera haber aprendido tango y bailar Por una cabeza en París con Natalie Portman un sábado entre las 5 y 6 de la tarde. Haber aprendido a cocinar y tener una cocina grande y blanca con especias de chef europeo y una botella de vino tinto para cocinar lo que sea que se cocine con una botella de vino tinto. Haber tenido un perro color miel y de ojos alegres que corriera cuando llegara a casa y dijera “Guau, guau” como diciendo “Hola, bienvenido”, y que probara lo que sea que yo cocinara en la cocina blanca con mi botella de vino tinto. Haber sido feliz… Y haber tenido paz conmigo… Y haber sido un gran señor muy sabio, de consejos lúcidos y argumentos sólidos en las charlas de café… Y reírme de repente por el simple hecho de ser feliz. Haber hecho cosas por la gente porque la felicidad solo es verdadera cuando se comparte, y haber hecho feliz a muchas personas y defendido a los niños maltratados (porque odio que maltraten a los niños)… Y que en las navidades los niños me cantaran villancicos y haberlos visto correr y saltar con guantes rojos y luces de bengala.
Me hubiera gustado que me enterraran en la Rotonda de los Hombres Ilustres, a un lado de la catedral y enfrente del Palacio Municipal, donde todas las noches se junta la gente para jugar ajedrez (el único juego que vale la pena jugar ahora, aunque sea mi último día de vida). Y que los cocheros de las calandrias dijeran mientras recorren Alcalde a los turistas de shorts, camisetas y cámara en mano: “Ahí está su estatua… Ahí está enterrado… Un gran hombre en verdad”.
Pero sobretodo, hubiera querido no haber perdido tiempo pensando en tantas cosas tan inservibles porque me muero hoy… Y así como el humo del cigarro no puede volver a ser cigarro, el tiempo perdido no puede volver a ser vivido. Y me hubiera gustado no haber gastado tiempo en escribir esa frase inservible y haber vivido más. Y haberle dicho a Montse que la amo, y robarle un beso… Y haber corrido por una gran pradera un sábado entre las 5 y 6 de la tarde. Haber cantado We are the champions con mis amigos bajo la lluvia después de haber ganado un partido de rugby, o de algún otro deporte lleno de testosterona. Y decir “no estoy de acuerdo” cuando no esté de acuerdo, como con este asunto de que hoy me muero con el cual, simplemente, no estoy de acuerdo.
Debo aprender a pensar menos y vivir más. Pero eso ya no importa, porque hoy me muero.
Por fin, me decido a levantarme de mi cama. La luz parece diferente, con más color, como en los sueños. Me visto con mis colores favoritos y con ese saco que compre en un bazar a un mercader hindú, que me dijo que es del siglo XVIII y que perteneció a un Marqués muy rico, pero yo sé bien que no es de ningún marqués y que el mismo lo hizo. A fin de cuentas ¿a quién le importa?, en un par de años estará lleno de gusanos.
Empiezo a pensar como quiero mi entierro. Como lo quiero en verdad, porque sé que a fin de cuentas harán lo que ellos quieran conmigo. Es una lástima que no pueda elegir y dirigir la manera como llegué ni como me voy. Pero aún así, quiero que en mi entierro suene una versión góspel de Let it be con un coro de hermanos negros que canten con sus túnicas rojas y su voz aguda, y que haya dos estanques con lotos blancos y que nadie vaya de negro, porque el negro me deprime (aunque no creo que a nadie le importe la depresión de un muerto). Quiero un ataúd azul, que huela anís y sea blanco por dentro, y que tenga una pantalla que pase Amelie por el resto de la eternidad (o lo que dure la pantalla). O que pasen cualquier otra película. Siempre he amado el cine… Y que siembren un árbol en mi tumba, para que crezca y me de sombra… Y que el viento barra sus hojas y los pájaros canten en sus ramas cada sábado del resto de la vida, entre las 5 y 6 de la tarde…
Hoy me voy a morir. El doctor me lo do dijo, con voz de profeta y de gitano errante me encajó cuatro palabras: “Te quedan tres días”. Hoy es el tercer día. El tercer día, miércoles. Nunca había pensado en morirme en miércoles, hubiera preferido morir en sábado. A mí me gustan los sábados.
En Miércoles todos tienen cosas que hacer y una muerte pierde la solemne tristeza que se merece para convertirse en un agobiante imprevisto. Además, es día de cine y no quiero interrumpir la costumbre casi religiosa por venir a enterrar a un muerto.
Tal vez podrían congelarme, ponerme pausa, decirle a la parca cuando toque a la puerta “Vuelva otro día”. Así podría morirme y despedirme de todos como es debido, en un lindo sábado entre las 5 y 6 de la tarde, cuando el sol ya no quema y el aire que anuncia la noche barre las hojas de los árboles y los pájaros cantan en el árbol enorme que está afuera del dojo que hay frente a mi casa… Y en la tele pasan Dragon Ball y yo me acuerdo de cuando era niño… Y en la radio ponen la Obertura 1812 como lo hacen cada sábado entre las 5 y 6 de la tarde.
Pero igual me voy a morir.
Hoy me voy a morir. Me lo dijo el doctor. Como cuando dice “Tienes tos”, “Es una infección ligera”, “Tómate dos de estas tres veces al día por diez días”… Pero esta vez no era tos, ni una infección, ni algo que se cure tomándose dos de esas tres veces al día por diez días. Estoy enfermo de muerte. “Te vas a morir y te quedan tres días”… “Te quedan tres días”, cómo cuando hago una resta (“5 y me quedan tres”)… Y ese “te quedan” termina hoy.
He pensado, como es debido de los futuros muertos, en mi pasado, más por instinto que por gusto. En lo mucho que quisiera haber aprendido tango y bailar Por una cabeza en París con Natalie Portman un sábado entre las 5 y 6 de la tarde. Haber aprendido a cocinar y tener una cocina grande y blanca con especias de chef europeo y una botella de vino tinto para cocinar lo que sea que se cocine con una botella de vino tinto. Haber tenido un perro color miel y de ojos alegres que corriera cuando llegara a casa y dijera “Guau, guau” como diciendo “Hola, bienvenido”, y que probara lo que sea que yo cocinara en la cocina blanca con mi botella de vino tinto. Haber sido feliz… Y haber tenido paz conmigo… Y haber sido un gran señor muy sabio, de consejos lúcidos y argumentos sólidos en las charlas de café… Y reírme de repente por el simple hecho de ser feliz. Haber hecho cosas por la gente porque la felicidad solo es verdadera cuando se comparte, y haber hecho feliz a muchas personas y defendido a los niños maltratados (porque odio que maltraten a los niños)… Y que en las navidades los niños me cantaran villancicos y haberlos visto correr y saltar con guantes rojos y luces de bengala.
Me hubiera gustado que me enterraran en la Rotonda de los Hombres Ilustres, a un lado de la catedral y enfrente del Palacio Municipal, donde todas las noches se junta la gente para jugar ajedrez (el único juego que vale la pena jugar ahora, aunque sea mi último día de vida). Y que los cocheros de las calandrias dijeran mientras recorren Alcalde a los turistas de shorts, camisetas y cámara en mano: “Ahí está su estatua… Ahí está enterrado… Un gran hombre en verdad”.
Pero sobretodo, hubiera querido no haber perdido tiempo pensando en tantas cosas tan inservibles porque me muero hoy… Y así como el humo del cigarro no puede volver a ser cigarro, el tiempo perdido no puede volver a ser vivido. Y me hubiera gustado no haber gastado tiempo en escribir esa frase inservible y haber vivido más. Y haberle dicho a Montse que la amo, y robarle un beso… Y haber corrido por una gran pradera un sábado entre las 5 y 6 de la tarde. Haber cantado We are the champions con mis amigos bajo la lluvia después de haber ganado un partido de rugby, o de algún otro deporte lleno de testosterona. Y decir “no estoy de acuerdo” cuando no esté de acuerdo, como con este asunto de que hoy me muero con el cual, simplemente, no estoy de acuerdo.
Debo aprender a pensar menos y vivir más. Pero eso ya no importa, porque hoy me muero.
Por fin, me decido a levantarme de mi cama. La luz parece diferente, con más color, como en los sueños. Me visto con mis colores favoritos y con ese saco que compre en un bazar a un mercader hindú, que me dijo que es del siglo XVIII y que perteneció a un Marqués muy rico, pero yo sé bien que no es de ningún marqués y que el mismo lo hizo. A fin de cuentas ¿a quién le importa?, en un par de años estará lleno de gusanos.
Empiezo a pensar como quiero mi entierro. Como lo quiero en verdad, porque sé que a fin de cuentas harán lo que ellos quieran conmigo. Es una lástima que no pueda elegir y dirigir la manera como llegué ni como me voy. Pero aún así, quiero que en mi entierro suene una versión góspel de Let it be con un coro de hermanos negros que canten con sus túnicas rojas y su voz aguda, y que haya dos estanques con lotos blancos y que nadie vaya de negro, porque el negro me deprime (aunque no creo que a nadie le importe la depresión de un muerto). Quiero un ataúd azul, que huela anís y sea blanco por dentro, y que tenga una pantalla que pase Amelie por el resto de la eternidad (o lo que dure la pantalla). O que pasen cualquier otra película. Siempre he amado el cine… Y que siembren un árbol en mi tumba, para que crezca y me de sombra… Y que el viento barra sus hojas y los pájaros canten en sus ramas cada sábado del resto de la vida, entre las 5 y 6 de la tarde…