Le gustaba beber del cartón porque era un acto sin intermediarios. No precisaba de la incómoda intromisión ni la burocracia de ningún vaso; era un acto místico entre el bebedor y lo bebido. Y más aún desde que se había mudado a ese país de clichés amorosos, políticos liberales y películas de arte, el idilio profundo entre el cartón de leche y él era más que necesario. En su nueva casa no existía ninguna vajilla.
Había llegado dos días atrás con lo que había ahorrado durante la universidad, tres cambios de ropa, su diario y su cámara milenaria. Le gustaba colgarse la cámara al cuello y caminar por las calles, presumiéndola. Como aristócrata que muestra con señoría su más preciado diamante. Había sido de su padre y de su abuelo, y la sabiduría de sus años los demostraba en los sentimientos que provocaba a quién veía las fotografías reveladas. Le imprimía a los retratos el aíre melancólico de los amores pasados, cuando el abuelo conquistaba a la abuela con un ramo de gardenias y el bolero más romántico del mejor trio del momento.
Salió por la calle a explorar la ciudad. Siempre había pensado que todos sus habitantes eran personas bohemias, de cabellos desarreglados, que trabajaban como periodistas o en alguna galería de arte. Por eso se sorprendió al ver a un carnicero. Era regordete y tenía unos bigotes que lo hacían parecer una morsa. Cantaba “la vida en rosa” mientras cortaba, artísticamente, los filetes para una hermosa señorita que se reía tímidamente de las cualidades musicales del carnicero. Ella llevaba un vestido violeta y un listón en el cabello que la hacían ver naturalmente bella. Este cuadro cautivó a Fernando profundamente, por lo que no pudo resistir más y le tomó una fotografía. Ella volteó y le sonrió, creando así un momento mágico de los que hacen que la vida valga la pena, y que él recordaría mucho tiempo después gracias al milagro de la fotografía. El edificio blanco, la carnicería, el carnicero con pinta de morsa que hacía de la carne un arte, “la vida en rosa” y el vestido violeta que la envolvía a ella (y sobretodo ella) le parecían a Fernando un cuadro maravilloso y perfecto.
De pronto, como para traer a Fernando de vuelta en sí, un hombre salió corriendo del otro lado de la calle. Se acercó a él y le entregó una bolsa de mujer para después escapar y esconderse en un callejón. Una manada de policías derribó a Fernando por la espalda, cayéndole todos encima, como en el futbol americano. Fernando, totalmente confundido, fue esposado por la manada de policías (que al ser muchos, no se ponían de acuerdo en quien iba a ponerle las esposas) Al ver esto, Juliette salió de la carnicería y les explicó la complicada confusión a la manada de policías quienes, después de ofrecerle una forzada disculpa a Fernando, se fueron por el otro lado de la calle para taclear al ladrón (o a cualquier otro pobre hombre con rasgos sospechosos y bolso de mujer)
-Gracias, en serio, todo pasó muy rápido y fue algo raro. Creo que ha sido de las cosas más raras que me han pasado en mi vida; ser tacleado por una manada de policías- Dijo Fernando.
- De nada, aunque deberían haberte llevado… ¿Quién te crees fotografiando inocentes damiselas mientras hacen sus compras? Ya ni en la carnicería esta una en paz, ¿acaso pretendes secuestrarme?- Dijo Juliette en tono de broma, con el seño fruncido y una mirada reprochante, pero con una sonrisa en su rostro (lo que Fernando le pareció bellísimo)
-No, nada de eso… Puedo borrar la fotografía si quieres. En serio, no quería molestarte-
-¿No eres de aquí verdad? No te preocupes, puedes quedártela. Bueno, eso depende de que tan bien salga yo en ella…-
-No, no soy de aquí. Acabo de llegar hace dos días. Vas a salir bellísima en la foto, créemelo-
-Bueno, entonces, estuvo bien que no te hayan llevado; sería una lástima que te deportaran sin haber conocido bien la ciudad-
-Sí, eso tenlo por seguro. Oye, te debo una, en verdad. Tal vez tú puedas “enseñarme bien” la ciudad… ¿Quieres ir a tomar un café o algo así?- Dijo Fernando, todavía algo desorientado por la escena anterior.
- Absolutamente no. Eso es imposible- Dijo Juliette firmemente.
-¿Por qué no?- Preguntó Fernando, sin entender la necesidad de tan drástico cambio de humor y temiendo haberla ofendido.
-Porque no es de gente civilizada ir a un café con medio kilo de filetes de res- Respondió Juliette y ambos empezaron a reír.
Fernando la acompañó hasta su casa y acordaron verse el día siguiente, mientras el pequeño dálmata de Juliette lo atacaba ferozmente. Al siguiente día acordaron otra cita, y otra más al siguiente día, hasta que al dálmata de Juliette le comenzó a agradar Fernando, moviéndole la cola cada vez que llegaba.
Fue así como Fernando pasó muchos de los mejores momentos de su vida. No acostumbraban, sin embargo, frecuentar los numerosos restaurantes lujosos que en esa ciudad existían ni despilfarrar en excesos ni frivolidades. Juliette y Fernando encontraban momentos de infinita felicidad cuando tiraban piedras junto al rio mientras él le hablaba de su patria, o cuando ella se reía de la capacidad de Fernando de atraer a todas las palomas del parque para que se posaran en sus hombros y su cabeza. “Serías un buen árbol, ¿Sabes?” le dijo Juliette mientras Fernando alimentaba a una paloma que se había parado sobre su cámara.
Fernando no tardó mucho tiempo en darse cuenta que la amaba. Uno sabe bien cuando ama a alguien, pues cada recuerdo de ella es una brisa tibia que reconforta el alma. A Fernando no le gustaba la distinción que hacían en su país natal entre querer y amar; pensaba que quién entra en los terrenos del amor debe entregarse absolutamente. No a pedazos ni a ratos, ni en días o en horas, ni en momentos o circunstancias; quien ama debe amar incondicionalmente. Quería estar con ella por siempre, quería compartir su diario y su falta de vajillas, su amor por el cartón de leche y por la cámara del abuelo. Quería verla sonreír por siempre, aún cuando su risa solo estuviera presente en algún lugar de la memoria. Quería olvidarse de sí mismo para recordarla a ella. El amor es olvidarse a uno mismo.
Una noche nublada, después de salir del teatro, se dirigieron al puente para ver pasar los botes y admirar la ciudad dorada y brillante. Fernando doblaba el panfleto que le habían dado en el teatro en hábiles disecciones origámicas, ante la mirada incrédula e inquieta de Juliette. Finalmente, Fernando tomó su mano y le dio su preciada creación diciéndole:
-Tu amor es como un barco de papel; vuelve lo ordinario en algo bello y maravilloso-
Juliette, con una sonrisa en el rostro, no pudo impedir que una lágrima proveniente de su misma alma corriera por su mejilla, arruinándole su perfecto maquillaje. Un chaparrón tremendo hizo que los transeúntes se alejaran del puente para refugiarse. Fue como si el mismo cielo les hubiera regalado a Juliette y a Fernando un momento de privacidad, convirtiéndolos en dueños absolutos del puente en el que se encontraban. Fernando quiso escapar por miedo a dañar la vieja cámara, pero se calmó al darse cuenta que su cuerpo y el de Juliette la protegían perfectamente… Y se quedó allí, bajo la lluvia, besando sus lágrimas negras. Lágrimas que olían a Channel y sabían a Paris…